El error de las causas imaginarias
Tomemos el sueño como punto de
partida: a una determinada sensación, producida, por ejemplo, por un cañonazo
disparado a lo lejos, se le imputa retrospectivamente una causa (con
frecuencia, toda una pequeña novela cuyo protagonista es, naturalmente, la
persona que esta soñando). Entre tanto, la sensación perdura en una especie de resonancia:
espera, por así decirlo, que el instinto de causalidad le permita pasar a
primer plano, ahora ya no como algo que se ha producido por azar, sino como
algo que tiene un “sentido”. El cañonazo se presenta entonces de un modo
causal, en una aparente inversión del tiempo. Lo posterior, la motivación se
vive antes a menudo adornada a menudo por cien detalles que transcurren de una
forma fulminante, mientras que el estampido es algo que sucede después..
¿Qué ha sucedido? Que las
representaciones que fueron generadas por una determinada situación son
erróneamente concebidas como su causa.
Lo mismo hacemos, efectivamente,
cuando estamos despiertos. La mayoría de nuestros sentidos generales –todo tipo
de obstáculo, opresión, de tensión y de explotación de juego y de contra juego
de los órganos, especialmente el estado del nervio simpático – excitan nuestro
instinto de causalidad: queremos disponer de una razón que nos explique
por qué nos encontramos de este y de aquel modo, por qué nos sentimos bien o
mal. Nunca nos basta con dar por sentado el hecho de que nos encontramos de
este y de aquel modo: no aceptamos este hecho, no tomamos conciencia de él hasta que no le hemos asignado
un tipo de motivación.
La memoria, en que tales casos
actúa sin que tengamos conciencia de ello, rememora estados anteriores de la
misma especie, junto con las interpretaciones causales que van vinculadas a
ellos, pero no su causalidad. Por supuesto que la creencia de que las
representaciones, los procesos conscientes concomitantes han sido las causas es
también rememorada por la memoria. Se produce de este modo a una habituación a una interpretación casual determinada, que
en realidad obstaculiza que se averigüe la causa y que incluso lo impide.
Explicación psicológica de lo anterior. Reducir algo que nos es
desconocido a algo que conocemos alivia, tranquiliza y produce satisfacción,
suministrando además una sensación de poder.
Lo desconocido implica peligro, inquietud, preocupación; el primero de
nuestros instintos acude a eliminar a esos estados de ánimo dolorosos. Primer
principio: es preferible contar con una explicación cualquiera que no tener
ninguna. Como en el fondo sólo se trata de querer liberarse de representaciones
opresivas, no s es nada riguroso a la hora de recurrir a los medios para
conseguirlo. La primera representación que nos permite reconocer que lo
desconocido nos es conocido produce tanto bienestar que la consideramos
verdadera al punto. Prueba del placer (“de la fuerza”) como criterio de verdad.
De este modo, el instinto de
causalidad está condicionado y es excitado por el sentimiento de miedo. La
pregunta relativa a la causa no debe dar como respuesta, en la medida de lo
posible, una causa cualquiera, sino un determinado tipo de causa. Una causa que tranquilice, que libere y que
alivie. La primera consecuencia de esta necesidad es que determinamos que la
causa es algo que ya conocemos, que
ya hemos vivido, que se encuentra grabado en nuestra memoria. Queda excluido
como causa lo nuevo, lo no vivido, lo extraño. En consecuencia lo que buscamos
como causa no es sólo un tipo de explicación, sino un tipo escogido y privilegiado de explicitación: la que de un modo mas
rápido y frecuente elimine el sentimiento que produce lo extraño, lo nuevo, lo
no vivido, es decir, las explicaciones mas habituales.
La consecuencia es que cada vez
va adquiriendo una mayor preponderancia una forma de determinación de causas, ya se va concretando en un sistema
y que finaliza destacándose como dominante,
es decir, que acaba excluyendo sin
mas otras causas y otras
explicaciones. El banquero piensa inmediatamente en el “negocio”, el cristiano
en el “pecado”, y la muchacha en el amor.
Fragmento de EL OCASO
DE LOS ÍDOLOS – Friedrich Nietzsche